Un hongo por sombrero

Fotografía de un cuadro de mi gran amiga y artistaza Adriana Toledo (ay, cuándo podré volverme a acercar a Argentina para darte un besazo).

Hacía tiempo que no subía un relato al blog, y no se pueden perder las buenas costumbres, jeje. Estoy deseando terminar los materiales pendientes para Erik y retomar la literatura. ¡Septiembre ya está muy cerquita!

Un hongo por sombrero se lo dedico con todo mi cariño a Esther Cuadrado, una gran mamá y luchadora como nadie. Me quito el sombrero ante la gran labor que Esther realiza por defender la visibilidad del autismo y los derechos de nuestros hijos. Sabes que estamos contigo, corazón. Y espero que te guste el regalito, tuyo es. Muak.

UN HONGO POR SOMBRERO

Teodoro Campos, el autor de moda, pretendía sobornarme cuando acudió a mi cita y yo pensé que me apretaban los zapatos. Me los había comprado esa misma mañana para impresionarle, unos manolos, sí, esos que cuestan un pico y que salen en el Vogue o en el Marie Claire, pero que hacen rozaduras como todos. Así que al principio no andaba yo de buen humor precisamente, pensaba ser muy dura y aceptar el dinero a cambio de los papeles que le comprometían en una estafa a la Seguridad Social, pero acabaría por pedirle:

–Anda, acompáñame a comprarme unos zapatos.

Fui yo quien se había puesto en contacto por teléfono con Teodoro Campos gracias a mi cargo en el Ministerio; eso sí, con un nombre falso y engolando la voz. A lo largo de la conversación lo había ido enredando, dejando caer como quien no quiere la cosa que el asunto podría solucionarse sin publicidad. Él entendió lo que le proponía, y concertamos un encuentro en un Café. Le dije que llevaría un vestido verde y una pashmina de color crema.

Cuando Teodoro Campos entró en la cafetería, noté la primera punzada del zapato. En realidad no sé qué me cabreó más: la rozadura creciente o el que no me reconociera nada más verme. ¿Había cambiado tanto? A él le sentaban bien las gafas y las entradas en la frente. Me pareció más alto, pero, claro, yo estaba sentada y un poco asustada por mi audacia.

Se acomodó frente a mí con ademanes suaves. La sonrisa le colgaba más por el lado izquierdo; así noté que la forzaba. Se inclinó hacia la mesa para hablarme:

–Bueno, pues usted me dirá, señorita.
–Yo he traído los papeles –contesté mientras sacaba del bolso un sobre de papel de estraza y lo colocaba encima de la mesa–. Espero que usted no haya olvidado lo suyo.

Él siguió mis movimientos con la vista mientras empezaba a ofrecerme una cantidad. Tuve que quitarme los zapatos mientras negociaba con él. Cada vez me notaba más enfadada. Y fue en el momento en el que un camarero se acercó para tomar nota de lo que queríamos tomar, cuando Teo me miró a los ojos y me soltó:

–Venga, Paula, ¿a qué juegas? Me llevé una gran sorpresa cuando me llamaste, ¿te crees que no reconocí tu voz? En fin, ha pasado tanto tiempo...
Doce años, pensé, frotándome con un pie la herida en el talón del otro.

Había conocido a Teo en un concierto; lo había traído uno de mis amigos. Tocaban los Play cool, yo escuchaba la música con los ojos como frutas y Teo me pareció de lo más atractivo debajo de un sombrero hongo que le suavizaba los rasgos un tanto disparados. Sólo con verlo solté una carcajada. Pero él no se molestó; todo lo contrario, me lanzó una mirada ardiente y me dijo:

–Me encanta tu risa, Paula.
–¿De veras? –contesté sin ambigüedades.
–Sí, es como un trino turbio.
–Guau, tío, nunca me habían dicho eso. No está nada mal –le dije con ganas de tirarme a su cuello. Teo me pareció único, se me había subido la pastilla y me perdía la habilidad lingüística.
–Es que soy escritor –añadió Teo.

Zaca, Teo acababa de tocarme en la llaga de mis sensibilidades. A la mayoría de mis amigas les ponían los modelos, pero a mí, de verdad, que los autores. No me perdía ni una firma de libros ni ninguna de las ferias. Tengo grabada en la memoria el momento en el que Antonio Gala me comentó que tengo una “belleza botticelliana”, de verdad, que me lo dijo mientras me estampaba un autógrago en la Pasión turca. Casi se lo pregunto a Teo, que si él pensaba lo mismo, pero me contuve, al tiempo que enredaba mi dedo índice con un tirabuzón de mi pelo y le preguntaba jadeando:

–¿Y tienes alguna novela en el mercado?
–Casi, me he presentado al premio Planeta. Y pienso ganarlo.

Me quedé con la boca abierta. ¿Por qué no iba a creerlo? Yo también tenía mis expectativas:
–¿Sabes, Teo? Yo sólo me casaré con un escritor de éxito.

Nos miramos los dos sin parar de reírnos. Cayó una lluvia oportuna, el sombrero hongo de Teo se posó en mi cabeza y nos besamos entre la locura de percusiones y guitarras acústicas. Pero no escúchabamos nada; el concierto ya era para nosotros como una jaula sin voces.

–Díme otra vez lo del trino turbio.
Y vaya que me lo dijo. Terminamos en su casa, desbocados en una cama que crujió hasta que nos dolieron los huesos.

Y después...
Fui una estúpida por no llamarle al ver que él no lo hacía. El orgullo, ya se sabe. Bueno, y mi novio de toda la vida. El caso es que Teo acabaría ganando el premio Planeta y yo me casé con un administrativo. Pero nunca había conseguido olvidar a Teo: compraba sus libros, archivaba las noticias que sobre él se publicaban, y me calzaba el sombrero hongo en los momentos melancólicos, sobre todo si llovía.

Yo ya estaba divorciada cuando por fin me armó de valor y llamé a Teo doce años después del concierto de los Play cool. Más que chantajearlo me apetecía volverlo a ver. En algunos medios de comunicación se había rumoreado que el famoso escritor podía estar envuelto en una estafa por haber tardado un tiempo en dar de alta a su secretario personal. Yo estaba segura, pues el expediente había pasado por mis manos. Una minudencia, el pago de una multa y poco más, pero Teodoro Campos no querría verse envuelto en un escándalo, pensé con mi espíritu novelesco. Además, ¿qué me costaba intentarlo?, ¿por qué no poner un poco de emoción en mi vida?

Y fue en ese segundo encuentro, cuando descalza en una cafetería, me enteré que Teo había perdido el papel con mi número de teléfono anotado, y que claro que había preguntado por mí, pero que alguien le había dicho que yo me había ido a vivir con nosequién, y que eso le dolió, porque yo no le había confesado que salía con otro cuando los dos nos enrollamos. En fin, un lío.

–¡Qué pena! –le dije antes de proponerle que me acompañara a una zapatería y de entregarle el sobre con los papeles.

Al rato salimos del Café. Me escocían las rozaduras, pero también el corazón. Había notado cómo le brillaban los ojos a Teo o sus incipientes temblores de voz. De repente, me entraron unas ganas enormes de gritar. Por esos doce años que habían transcurrido tan deprisa, por los ridículos zapatos que me había comprado para impresionarle, pero, sobre todo, porque me sentía avergonzada por haber utilizado una trampa para volverme a acercar hasta él. Paré un taxi, me monté a toda prisa sin despedirme y me di un hartón de llorar durante todo el trayecto hasta mi casa.

Al día siguiente llamé al trabajo para decir que estaba enferma. Y era verdad. Estuve con gastroenteritis casi una semana. La mayonesa de la ensaladilla rusa que me había tomado en la cafetería debía de haber estado mal, o los nervios o mi huida alocada otra vez. Entonces leí la entrevista que Teodoro Campos concedió a El País semanal. Hablaba de su problemilla con la Seguridad Social y también de la presentación de su nuevo libro, desvelando al fin el título: Un hongo por sombrero. ¡Mierda!, esa misma tarde había tirado el sombrero hongo a la bolsa de basura, el portero ya la habría bajado al contenedor... Me levanté sudando de la cama y me eché una bata por encima antes de lanzarme a la calle para rebuscar en el contenedor. Lo encontré. Olía a pescado, tenía una mancha verdosa en el alero y se había abollado un poco. Nada que no pudiera solucionar una buena tintorería.

Días más tarde, me acerqué hasta la Fnac, donde Teo firmaba ejemplares de su último libro. Fui la última en acercarme hasta él. Le coloqué el sombrero en el momento en el que escribía mi dedicatoria: “¿Quieres ser la horma de mi zapato?

Llovía cuando salimos a la calle. Lanzamos el sombrero al aire y nos marchamos sin mirar dónde había caído.