Cuento: Tatatá

Este cuento surgió de un ejercicio en un Taller Literario en el que había que buscar dos palabras al azar en el diccionario. Erik, quien era un pequeñín de menos de dos años allá por el 2006, prestó su dedo inocente y señaló: "patata" y "corbata".
El binomio fantástico estaba en marcha.
"Ta-Ta-Tá" forma parte de la antología literaria "Gotas de Mercurio" y fue publicado también en la revista Palabras Diversas.
Mi gran amiga y artistaza por todo lo alto Adriana Toledo realizó la ilustración. Ella sigue pintando, componiendo murales, exponiendo. ¡No para!

Y Ta-ta-tá se lo dedico con todo mi cariño a Maite y a su pequeño Julen, que han celebrado su cumpleaños esta semana. No dejéis de pasar por el blog de Maite, Hasta la luna ida y vuel... TA, que estrena imagen y está fantástico.


TA – TA -TÁ
Al descubrir el papel que alguien había introducido en el bolsillo de la chaqueta de mi traje, pensé que las dos palabras escritas rimaban: Patata y corbata. Me hizo gracia, la verdad. Pero al momento fruncí el ceño un tanto extrañado. Quien fuera se había tomado muchas molestias. Las letras estaban recortadas y pegadas sobre el papel. Advertí que los caracteres tipográficos podrían proceder de un texto de la revista para la que trabajo. Incluso de uno de mis reportajes. Miré a mi alrededor. En la redacción no quedaba casi nadie. Estaban Manoli, la chica que se encargaba de la crónica rosa, y Gerardo, el de deportes. Los dos se preparaban para salir y cubrir dos noticias de su campo. Me acerqué hasta ellos y les pregunté a bocajarro:
–¿Habéis visto a alguien hurgando en los bolsillos de mi chaqueta?
Me miraron sorprendidos. Gerardo me preguntó:
–¿Por qué, Paco?
–Porque me he encontrado esto –dije, y les mostré el papel.
Manoli sonrió al leerlo y exclamó:
–Menuda tontería, ¿no? ¿O significan algo para ti esas palabras? –sugirió mientras pestañeaba haciéndose la interesante.
–Vamos, no te me pongas transcendental, Manoli, que Paco no usa corbata ni en las bodas –dijo Gerardo, quien añadió dirigiéndose a mí–: Seguro que hay alguien que se preocupa por tu imagen, compañero. Mira bien a tu alrededor, que por aquí hay mucha maruja suelta.
Manoli le lanzó una mirada furiosa, pero Gerardo ni se inmutó. Soltó una carcajada y comentó que, si no se iba, llegaría tarde al partido de fútbol.
–Si quieres quedamos luego para tomar una copa, compañero, y que no te coman el coco con jueguecitos de niñas. Llámame –vociferó desde la puerta. Me guiñó un ojo a modo de despedida.
Estaba pensando qué me quería decir, cuando la puerta del despacho del director se abrió de repente.
–Paco, qué bien que te encuentro. El editor ha llamado para felicitarnos por tu reportaje sobre mujeres maltratadas. Tiene mucho morbo y la revista se está vendiendo muy bien. Bueno, me voy. Que tengo cena con un ministro.
Manoli y yo salimos tras de él.
–Paco, te veo preocupado, ¿no quieres venirte conmigo a la fiesta de Gillette? Seguro que nos divertimos...
Movía el cuerpo insinuante.
–No, no, de verdad, gracias, no me apetece.
Me costó rechazar la invitación, uf, esa chica me gustaba. Esperé un momento a que Manoli cogiera un taxi y después me dirigí hacia mi coche. Estaba muy cansado. Esa noche encargaría algo de comer por teléfono, un par de güisquis y a la cama.
–¡A lo mejor es un criptograma! –escuché que me gritaba Manoli desde el taxi. Esta mujer es de lo más peliculera, pensé. Pero tampoco pasaba nada por probarlo.


Ya en mi casa, la primera combinación que encontré fue:

Paco – tarta – bata
Le di un trago a la bebida. Estaba sentado a la mesa de mi estudio, rodeado de papeles, revistas, libros y restos de comida chin
a. Algún día tendría que aprender a manejarme mejor con los palillos, me dije; es increíble cómo la mente desparrama aún cuando uno siente un temblorcillo por el cuerpo. Una de las tres palabras era importante: Paco, mi nombre. Quizá Manoli no andaba tan descaminada. ¿Tendría ella algo que ver? Por la redacción se comentaba que andaba detrás de mí. No me importaría, la verdad, menudo culo, aunque, vamos, si era casi una cría, de prácticas en la revista y... No, las otras palabras, tarta y bata, no me decían nada. Así que probé otra vez. Tras un par de sorbos y una mancha de salsa agriculce sobre el papel, escribí:
tabaco – tarta – pa
Esa composición consiguió que me entraran ganas de fumar. Lo intentaba dejar; el médico me había advertido que mis pulmones no estaban para bromas, que la tos se estaba volviendo crónica. En fin, en lugar de encender un cigarrillo, agarré con las manos un puñado de arroz. Me lo metí en la boca y casi me atraganté con la asociación que me vino a la cabeza. ¿Haría la bata referencia a un doctor? Tal vez... Aunque no me imaginaba a mi médico dejando mensajes cifrados en bolsillos ajenos. La idea me hizo reír, hasta me olvidé del culito de Manoli. Toda la historia era disparatada. “Pa, para, hombre”, me dije. Creo que empezaba a notar los efectos del alcohol. No he dicho todavía que soy bastante cabezota. Bueno, por lo menos eso es lo que me repetía mi exmujer a la primera ocasión. También me llamaba estúpido incorregible entre otras lindezas que, unidas a la vida desordenada propia de mi profesión, habían dado al traste con un matrimonio de trece años. A veces la echaba de menos, a ella y a su sentido práctico. Mi ex habría juzgado estúpido mi empeño por darle vueltas a una corbata y considerarla una patata caliente. “Seguro que ya lo estás asociando a unas faldas”, me habría dicho, con toda la razón. Por eso yo seguí a lo mío.
Bata – corta – pata
Me levanté de un salto para coger el último ejemplar de mi revista. Pasé las páginas hasta encontrar lo que buscaba. Leí la entradilla:
“... Ninguna mujer está a salvo. Los maltratadores acechan en todos los hogares. En familias humildes incultas, en las clases altas que lo ocultan por miedo al qué dirán. P. C, brillante traumatólogo y con consulta de alto standing en el centro de Madrid, propinó una brutal paliza a su mujer, C. P., que la dejó paralítica. Ella prefiere mantenerse en el anonimato. Es una más de esas mujeres que han retirado la denuncia, le falta coraje...”.
No me sentía orgulloso de mi tono sensacionalista en un tema tan serio. Podría justificarme diciendo que mi publicación basa en ello sus superventas y uno tiene que comer. Si no fuera tan cobarde, debería mandar mi trabajo a la mierda.
Recordé la entrevista que había mantenido con C. P., la mujer. Nos habíamos encontrado en un café. Llegó acompañada de un pariente que empujaba la silla de ruedas, quien se retiró para que pudiéramos hablar en privado. Ella me contó su historia mientras troceaba con un tenedor su pedazo de tarta. No probó bocado. Estaba muy nerviosa, me hizo prometer que no diera nombres, ni datos, por favor, que su marido estaba en paradero desconocido, que no tenía protección, que tenía mucho miedo, que... Se echó a llorar en varias ocasiones. Era una mujer bella y derrotada. Los maltratos psicológicos habían sido los peores, me señaló, pero yo preguntaba ávido los detalles, cómo la insultaba, las vejaciones, dónde le pegó, con qué, etcétera. Carnaza, ya lo sé, para mi reportaje basura. Me llegó a enseñar una foto del marido. Yo había insistido en que quería ver al canalla. Era un tipo atractivo y bien vestido que miraba arrogante a la cámara. Me fijé en su corbata.
–Es horrorosa, ¿verdad? –dijo ella.
Yo asentí. La mujer sonrió por primera vez y me comentó que siempre las llevaba así, llamativas, porque era de los que no querían pasar inadvertidos. Tendría que intentar localizar a ese tipo, fue lo que pensé yo. Ella, desde luego, intentó no darme alguna información de por dónde podría andar su marido. Pero yo era zorro viejo, ya me las ingeniaría. Tenía claro que mi siguiente artículo, una vez que había sonsacado a la mujer todo lo que me interesaba, iba a tratar el tema desde el punto de vista del maltratador. Seguro que eso vendería todavía más. Casi me frotaba las manos, ignorando amenazas, moralidad o temores.
Lo que había comenzado como un juego, con las inocentes palabras patata y corbata, llevaba gato encerrado, me dije. A esas alturas de la noche llevaba ya la botella de güisqui más que mediada y me había fumado un par de cigarrillos. No había averiguado qué me querían decir, o ¿era tal vez la manera que tenía aquella mujer de recriminarme el haber dado tantas pistas sobre su vida? Un toque de atención en la línea de una mujer educada. Ella tenía intención de marcharse de la ciudad, seguro que ya lo habría hecho, y yo, bueno, tenía que seguir con mi vida, aunque, ¿sabría también que ya había encontrado a su marido? Tonterías, el papelito era cosa de Manoli, joder, ojalá de verdad que le gustara a esa chica, parecía que se estaba tomando muchas molestias conmigo. ¡Mierda!, claro, Gerardo y sus bromas. También podría haber sido él.
Me acosté con un torbellino de pensamientos. Tenía una cita para desayunar a la mañana siguiente, seguro que después me iban a llover las felicitaciones con el nuevo artículo, el de los maltratadores.
Tenía dolor de cabeza y sentimientos de culpa al levantarme. La ducha me alivió. Fui andando hasta el bar donde había quedado; no estaba lejos de mi casa. Cuando entré, eché un vistazo para localizar a mi fuente. No había llegado. Pedí un café en la barra. Ojeé el periódico mientras esperaba. Me quedé de piedra con la noticia. Otra mujer víctima de la violencia de género. Carmen Prim. Paralítica a causa de una paliza anterior. Vi la foto. Era ella. Su marido le había disparado a bocajarro y había huido después. ¿Cómo podía no haberme enterado?
–¿Paco?
Me volví. Tuve tiempo de ver una corbata a listas rosas y amarillas. El perfume era dulzón. La bala se me alojó en el estómago. Mientras caía al suelo, escuché una vocecita en mi interior:
Paco – bar – ta – ta – tá