La luz que se cuela

Este cuento, escrito en 2006, se lo dedico con todo mi cariño a Eva, la mamá de Gloria y de Diego, del blog En mi familia hay autismo y mucho más. Corazón, he buscado para ti uno de los más bonitos que tengo, que te quedaste tristona con Ámbar. Y también te regalo la flor, MUAK.


LA LUZ QUE SE CUELA

Fue en la fiesta de mi octavo cumpleaños cuando descubrí que tenía el poder especial de adivinar los colores por el tacto. O lo que pienso que puede ser un color.
Yo era un niño fantasioso, con una imaginación desbordante que me permitía ver incluso la cara que ponían los demás a mis espaldas. Vivir en el campo avispaba mis sentidos. El olor del colacao me despertaba antes de que el frufrú de la bata de mi madre irrumpiera en la habitación. Para mí era el mejor momento del día. Apretaba los ojos para aparentar un sueño profundo, aunque mi sonrisa me delataba. Primero el beso que cosquilleaba mi rostro; después la caricia con las puntas de los dedos, en círculos sobre la mejilla y la frente.
-Buenos días, Adrián. Vamos, levántate, cariño.
Esa voz que me recorría en oleadas por dentro. Tras oírla, mi nombre se quedaba alojado en algún lugar de mis entrañas y me hacía flotar hacia arriba, para que mi madre, Elvira, me tomara en los brazos.
-Uf, ¡qué grande estás!, casi no puedo contigo. ¿Cómo puedes ser tan bonito?



El chapoteo del grifo, el contacto del agua tibia y el aroma a lavanda. La toalla suave, aunque no tanto como esas manos tiernas que me tocaban y me conducían a la cocina, el baúl de los olores.
-Quiero una tostada de aceite y tomate, mamá.
-Claro que sí, mi amor. ¿Te apetece también una pera? La ha traído el papá del huerto.
Mi padre se levantaba temprano para trabajar en los campos. A veces, con el buen tiempo, venía a buscarme a media mañana y me llevaba con él. ¿Hay algo más hermoso que el olor a fruta madura? Bueno, sí, su sabor jugoso que aplastaba con la lengua. También me encantaba el crujido del pepino al romperse, la frescura que se alojaba en mis manos, el sonido tierno de la zanahoria entre los dientes.
-Ven, Adrián, vamos a coger unos higos.
Mi padre me aúpaba hacia la higuera. Mis manos sentían la rugosidad de las hojas grandes, palpaban, buscaban hasta encontrar el fruto. Espachurrarlos es un gusto que recomiendo. La pelusilla recuerda a un pájaro asustado, la carne se desmembra con un susurro, fluye una leche pegajosa que llena las manos de almíbar. Y después, el sabor, ese regusto a abrazo después de una pesadilla.
-Échalos en la cesta, hijo mío, hacia la derecha. ¡Cómo has crecido! Dentro de poco usaremos la escalera.
Olor a cagarruta de oveja, mugidos, el batir del pico de las cigüeñas. La tierra mojada por la lluvia.
-Adrián, ponte las botas de goma. ¿Te ayudo?
-Puedo yo solo.
El chapoteo en los charcos, los salpicones de barro, otra vez el aroma a lavanda en el cuarto de baño.
-Cariño, cómo te has puesto, ven, vamos a lavarte.
El invierno sonaba a nieve, olía a bizcocho caliente y la voz de mis padres se confundía con el crepitar de la chimenea.
-Papá, déjame ahora mí. Quiero leeros el cuento de los cabritillos.
Y mi padre me alcanzaba el libro, con sus caracteres en braille.
Casi me olvidaba de que era ciego de nacimiento. Bueno, de muy pequeño, quizás hasta los cuatro años, no existía para mí el concepto ciego. Incluso pensaba que los niños comenzaban a ver a medida que crecían, después de gatear, andar y esas cosas. Pero no fue así, desde luego, y hasta el día de mi insólito descubrimiento me guiaba por los sentidos del olfato y gusto para poner color a las cosas.
Pensaba que mi madre era rubia al sentir su olor de espiga recién cortada o que los ojos de mi padre eran verdes porque al andar dejaba tras de sí un rastro a hierba. Sin embargo, mi olfato estaba jugando conmigo.
-¡Qué cosas tienes, cariño! –me dijo mi padre al contarle mi idea. Después, me dio un abrazo que me recorrió el cuerpo como hormigas en hilera. Yo intenté mantenerme así, muy apretado, todo el tiempo posible. Mi padre era un hombrazo cuyo corazón bombeaba con la fuerza de un gigante. A su lado yo podía ver. Por ejemplo, que la ternura se transmite con ese vibrar que tienen las palabras bonitas; o que una pedorreta cambia el humor de un niño. Ningún grito, ninguna frase a destiempo. Sí, mi padre era grande, mullido y sonoro. Así como un colchón de plumas.
Un día me hice un corte profundo en la mano derecha porque quise ayudar a pelar las patatas. Fue, desde luego, una iniciativa mía, y mi pobre madre puso el grito en el cielo por haber dejado el cuchillo al alcance de mis manitas curiosas.
-Adrián, mi niño, ven, ven aquí, déjame ver.
Su voz sonaba como el agua al caer por el desagüe. Mi reacción fue chuparme la herida. La sangre estaba templada y tenía un gustillo dulce. Sabía bien –todavía hoy mantengo esa costumbre de lamerme-.
-No pasa nada, no es nada. No te asustes, ahora te curo.
Sopló con fuerza para que no me escociera el yodo. Me cantó el curita sana, si no se cura hoy se sanará mañana. Y me dio el beso más grande del mundo. Mi madre era flexible, acogedora y templada. Igual que la hamaca que colgaba en el porche y nos mecía como un útero en movimiento.
Mi hermano Tomás, más pequeño pero tan curioso como yo, exclamó:
-Anda, estás todo manchado de rojo.
“¡Rojo!”, pensé. Dede entonces, todas las cosas calientes y dulces, desde la leche con azúcar, las natillas o el sirope de chocolate, eran rojas para mí.
-Yo también quiero más del postre rojo –decía Tomás. Él ya podía ver, pero se armaba muchos líos al principio. Incluso se dejaba guiar por mí, hasta que un día me dijo:
-Adri, mamá no es rubia. –Acababa de perder la carrera con el triciclo.
-¿Por qué? –pregunté yo.
-Bueno, no sé, su pelo es claro.
-¿Y qué es claro?
-Pues... –mi hermano pequeño meditó durante unos segundos-. ¡La miel!
Caliente y dulce, pensé yo.
-Uy, mamá es... ¡es pelirroja!
-Sí, Adrián. Venga. Mañana, en tu cumpleaños, te dejaré ganar otra vez.
Y se lanzó a tres ruedas por el patio.

Cumplir ocho años es muy importante. Uno se hace mayor, pero no por eso desea que lo besen menos. Pero sí que lo besen de otra manera. No delante de la profesora en el colegio, o de las chicas. Por la mañana, en la cama, hice el teatro de siempre. Mi madre me besó y me acarició con la misma intensidad. Su pelo rojo cayó sobre mi cara, suave, en oleadas que me felicitaban.
-Mami, no te habrás olvidado de mi regalo, ¿verdad? –dije mimoso mientras me incorporaba.
-Claro que no, cariño –contestó mi madre con voz radiante-, pero tendrás que esperar hasta la tarde.
Caminamos juntos hacia el baño. Abrí el grifo y pregunté con cierta ansiedad:
-¿Vendrá Cristina?
-¿La has invitado?
-Pues sí.
-Habrá que ponerte muy guapo –añadió mi madre cómplice mientras me acercaba la toalla.
Me había lavado la cara y las manos con soltura. Vestirme tampoco era un problema, aunque yo no elegía la ropa.
-Ya está, Adrián. No, espera un momento, que llevas el tirante torcido.
-¿Y la camiseta?, ¿me queda bien?
-Pues claro, mi amor. Es la verde de rayas.
Mi madre empezó a peinarme. Lo hacía despacio, pasando el cepillo manso por el pelo revuelto.
-Mamá, yo no sé qué es un color –solté de pronto.
Ella me acarició la cabeza. Después me contestó sin dudarlo.
-Pues es una cosa que da alegría por estar ahí.
-Pero yo he oído que cuando llueve está gris y es triste –repliqué.
-¿A ti te gustan los charcos? –continuó mi madre. Siempre que hablábamos se las apañaba para encontrar las cosas que me gustaban y provocarme una sonrisa.
-Claro. Además, cuando piso la lluvia, hace un chipichipi que me cuenta historias.
Por la ventana abierta entraba el dack-dack de un mirlo. Reconocí su canto de inmediato.
-Entonces el gris es alegre.
-Es verdad, mamá, te quiero mucho. –La abracé.
-Yo también, mi amor.
Cristina vino a la fiesta. Olía a tarta de fresas, a sueños por estrenar, a esperanza y dicha. Tras la merienda y la impaciencia, llegaron los regalos. Libros, ropa, un ordenador adaptado y... un labrador que iba a ser mi amigo fiel durante muchos años. Mi primer perro guía se acercó ya suelto. Yo aún no sabía qué era. Primero un lametón como un beso; después una pata juguetona que me tanteaba. La agarré. Era algo peludo que raspaba. Las uñas. Se abalanzó sobre mí con la inocencia de lo nuevo. Caímos al suelo hechos un rebujo. Lo abracé. Rodamos juntos. Sus lanas enredadas en mi pelo. Su hocico húmedo se mezclaba con el sudor de mi ansiedad. Babas y lágrimas.
-Es un perro.
Lo acaricié, lo estrujé, el animal se dejaba contento.
-Es blanco.
-Claro que sí, cariño –dijeron mis padres a un tiempo.
-Con manchas grises.
-Muy bien –añadió Tomás.
Estaba seguro de que había adivinado cómo era el perro, al que llamé de inmediato “Zuri”. Mis padres me abrazaron, Tomás me dio un empujón de colega y Cristina me dejó que le tocara el pelo. Podía ser rubia, porque además de a espiga recién cortada, olía a luz que se cuela por la ventana. Es más, estaba seguro de que era rubia porque al sentir su melena se me erizó todo el vello del espinazo y unos puntitos como de gloria danzaron en la oscuridad de mi mirada.
Desde entonces anduve envuelto en un frenesí desesperado por tocarlo todo. Mi imaginación volaba y “zas” decía de qué color era la cosa. Un coro de “sí, Adrián, es azul o es amarillo” me alentaba.

Crecí, me convertí en escultor de figuras que pinto en tonalidades vistosas. Cristina es mi mujer, tenemos un hijo.
Hoy, mi hijo Javier se ha acercado hasta mí con una foto. Me ha dicho:
-Papá, papá, yo también quiero tener un perro como éste.
-Bueno, díme, ¿qué perro es?
-Uno marrón muy bonito.
No supe de cuál me hablaba, así que se lo pregunté a mi mujer.
-Es Zuri –contestó ella.
Marrón o blanco con manchas grises. ¿Qué importa?
Soy una persona feliz en mi mundo de colores soñados.