Cuento: Los días no vuelven

Intento ser optimista y tener una visión positiva de la vida. Por nada del mundo me gustaría que los deseos fueran un futuro incumplido. Todos soñamos, ansiamos…

A veces he comentado en el blog que me encanta escribir, incluso cuando me vine a Alemania tenía el sueño de dedicarme a la literatura e intentar hacerme un hueco en ese mundo tan difícil. Entonces llegó Erik con sus ojazos intensos y esa mirada enorme que me decía “mamá, tú y yo vamos a lograrlo todo, pero necesitamos nuestros tiempos”.


Hace poco he leído un libro de Eloy Tizón. “Velocidad de los paisajes”, se titula. ¡Cómo me ha gustado!
Cada uno inventa sus propios jardines, y de él depende que la hierba crezca, sin olvidar que cada brizna es lo que nos hace fuertes independientemente del ritmo.

Erik me ha enseñado a disfrutar cada momento y a valorar los pequeños detalles. Con él he regresado a la infancia, a ese tiempo sin límites ni horarios, donde todos los cuentos tienen un final feliz.


Pensando en Erik, en mis deseos, en la literatura maravillosa de Eloy Tizón y en todos mis amigos del blog, os dejo un cuento que escribí hace unos días.

Y se lo dedico con todo mi cariño y agradecimiento a Amaya Padilla, de Garachico Enclave. Porque gracias a ella la historia de muchos niños va a tener un final feliz. Muak, cielo.


PD. Una de mis mejores amigas viene a visitarnos a Hamburgo con su hijo, así que la semana que viene tengo “vacaciones de blog”.


Fotografía de Paula Velasco

LOS DÍAS NO VUELVEN

Paula, que cree en los cuentos, se coloca sobre el hombro el tirante de encaje del sostén en un gesto que templa la ebullición de sentimientos. Después se sube la falda de tubo y se sacude un resto de tiza de la tela –es maestra de párvulos-.

Pálida y soberbia como la blusa de seda que se está abotonando, Paula evita mirar la silueta de una grúa que se desborda por la ventana. No quiere sombras. Sabe que Andrés sale todos los días del Banco donde trabaja a las tres y que, sin detenerse, camina doscientos metros por la calle Los lilos para después girar a la derecha hacia El pintor.

Justo ahí será el principio o el final de la aventura. Paula se siente como el ratón que está punto de convertirse en príncipe.

Le ha llevado una semana sincronizar los tiempos, preparar el encuentro. Ha vivido un simulacro del riesgo en colores chillones: peluca rubia, gafas de color púrpura, hasta un disfraz de payaso para que Andrés no pueda rec onocerla. En realidad sólo se han visto antes una vez, en el Banco, él detrás de una ventanilla y ella mirando el libro “La Cenicienta” que él había acomodado junto a un montón de papeles en el momento de atenderla.

Paula no sabe si coger la cesta de la compra, por si le falla la osadía en el último momento. En el frigorífico echa en falta algo de verdura y… pollo, sí, eso, con lo rico que le sale el pollo al horno, podría invitar a Jonás, él siempre está dispuesto a venir, quizás sería lo mejor, no pretender, no intentarlo, no…

Apaga la nube explosiva de sus pensamientos con un portazo. A su espalda un estruendo de cazuelas y de vasos la despiden. A la vuelta tendrá que enderezar todos los marcos.

Baja andando las escaleras. Tras abandonar el portal, una mujer manca la mira divertida. Paula se arranca la etiqueta de la blusa mientras insinúa un gracias. Está a punto de volverse a casa.

Todo paseante de la calle el Pintor parece aburrirse. Acaban de sonar las tres en el reloj de la iglesia y una brisa imprevista altera la disposición de las nubes. Ojalá que el tiempo dure un poco más o que esa señora estirada con la que acababa de cruzarse le hable por fin a su marido de su amante. Ojalá que el perro abandonado encuentre cobijo no más allá de esa noche. Paula lo acaricia, y le promete con su gesto que va a llevarlo a su casa. Bueno, si Andrés, si…


Por detrás de una esquina se asoma la franja clarísima de un cielo, y un perfil, una nariz puntiaguda y de pronto dos torbellinos verdes que la engullen.


Paula siente un mareo, es como la incertidumbre de la tinta que no termina de secarse en un cuento. Probablemente haya vida al otro lado de su piel, podría incluso decir que huele a ceniza de chimenea y polvo, que las calabazas sueñan con convertirse en carrozas, que ese niño que circula a toda velocidad con su patinete tiene restos de pastel en la mejilla o que el aire está impregnado de doce campanadas.

Acaba de encontrarse con Andrés y es como si se le hubiera caído un zapato en un canal y por querer recogerlo también ella habría caído en el agua, y se estuviera ahogando, y nadie la ayudara, y no pudiera respirar con la cabeza sumergida, y el zapato fuera lo que menos importara.

¿O sí?, porque….


- Perdone, ¿se encuentra bien?


Andrés la ayuda a incorporase del suelo. En sus manos sujeta el zapato que Paula había perdido al tropezar.