Cuento: Ámbar

La primavera ha llegado a mi blog gracias a la infatigable Maite que me ha limpiado la hierba de nieves y malezas con un mimo exquisito. ¿A que lo ha dejado precioso?

Y hablando de mimos, a mi queridisima Graciela, de Palomas de Papel, le dedico este cuento. Sí, cielo, es para ti, por ser tan valiente, por tener un corazón tan grande y por ser una persona maravillosa que nos llenas de aire fresco e ilusiones con cada una de tus palabras.

La fotografía que ilustra el cuento es de Josep Vilaplana, compañero de la revista En sentido figurado, quien convierte en arte la luz y las palabras. 

ÁMBAR
 
-¡Qué bonito es! –exclamó Camelia al contemplar el pedrusco semitransparente que Nazario había puesto en su mano-. Pero, ¿de qué color es? No sé, ¿tú qué crees?
-Es como tu pelo.
A la niña le agradó la respuesta. Se miró coqueta en el espejo de encima del aparador. La luz entraba a raudales por el ventanal del salón e iluminaba la estancia con tonos anaranjados. Había pocos muebles, pero muchos libros, barcos en miniatura y recuerdos de viajes. Un aire marino gobernaba la decoración; como si el piso fuera una nave anclada en pleno corazón de Hamburgo. Incluso la ropa tendida al sol en la terraza parecía una vela a barlovento.
Camelia se sentía a gusto allí. Desde que era muy pequeña, su madre la dejaba con frecuencia en casa de Nazario. Lo quería mucho, a ella no le importaba que fuera tuerto. Además, contaba unas historias increíbles y horneaba unos dulces buenísimos. Aquel día merendaban bizcocho de ruibarbo, el favorito de la niña. Se zampó el último trozo y dirigió una sonrisa franca al hombre.
-¡Qué bien! ¡Mi pelo es como el ámbar! ¡Me encanta! Ya nadie se reirá de mí, ni me dirán que parece una zanahoria. Pero...
Camelia había enmudecido pensativa. Miró la piedra, después al hombre y otra vez a la piedra. Nazario la animó a continuar:
-Bueno, ¿qué pasa, pequeña?
-Hum... No sé si mi madre o los niños de mi escuela habrán visto ámbar. Tendré que enseñarles un trozo y... Bueno, yo no tengo.
-Vale, pues entonces tendremos que ir a buscar ámbar al Báltico. Desde Hamburgo no está muy lejos. Y si no lo encontramos, te prometo que te regalaré el que tengo yo.
-¿De verdad? -a Camelia se le iluminó la cara, aunque al momento añadió con tono adulto-: Tendremos que encontrar una piedra para mí, Nazario. El tuyo te lo quedas, que es un recuerdo de tu padre. El pobre te lo mandó en una carta desde Leningrado. Además se murió allí,  en esa guerra.
Nazario miró a la niña con cariño. Por la ventana entró una ráfaga tibia con aroma a caramelo. La fábrica quedaba sólo a dos manzanas.
-Muy bien, Camelia. Pero tienes que saber que el ámbar no es una piedra.
-¿No?
-En realidad viene de los árboles.
-¿Es una planta? –preguntó la niña incrédula.
-No, tesoro. Es una resina fosilizada procedente de pinos prehistórico ya desaparecidos. La resina se escurría por el tronco de aquello árboles gigantescos hasta la tierra, donde se iba quedando enterrada. Luego se endurecía cada vez más con el paso del tiempo hasta transformarse en lo que estamos viendo ahora.
-Por eso parece una piedra –intervino Camelia-, aunque no lo sea. Claro, así pesa tan poquito...
-... Y flota en el agua salada.
-¡Qué suerte que el Báltico esté lleno de ámbar! Tendré que perdirle permiso a mi madre. O que se venga también, ¿no te parece?
-Claro, mucho mejor si viene Helga –dijo Nazario con entusiasmo-.  Bueno, creo que ahora debería llevarte a casa.
-¿No me puedo quedar un poquito más?
-¿Quieres que se enfade Helga?
-No.
-Pues vamos.
La niña dejó con gran cuidado el trozo de ámbar junto al plato vacío. Después se bebió de un trago la leche que quedaba en el tazón y se levantó de la silla de un salto.
-Estoy lista.
Camelia y su madre vivían apenas a cinco minutos de distancia. No sólo eran vecinos, sino que Nazario, marinero como el abuelo de la niña, había sido de siempre amigo de la familia. Hicieron el camino de la mano y entonando a dúo una canción sobre tesoros escondidos.
Helga les abrió la puerta. Vestía un pantalón campana con camisa blanca a la moda del año setenta y cuatro que corría. Era corpulenta, pero bien formada. Melena rubia, rostro lánguido y labios finos. Helga saludó a Nazario con gestos teatrales y lo despidió al momento:
-Muchas gracias por ocuparte de Camelia.
-Lo hemos pasado muy bien, ¿verdad? –Nazario buscó con la mirada la complicidad de la niña.
-Claro que sí, mamá. Hoy me ha contado la historia de una habitación toda, toda hecha de ámbar, que estaba en Berlín y luego se la llevaron a Leningrado y allí desapareció del palacio y....
-Bueno, bueno. Ahora no tengo tiempo. Ya nos veremos, Nazario.
Camelia intentó varias veces sin éxito hablar con su madre y explicarle las cosas nuevas que había aprendido. Helga estaba envuelta en un trajín de llamadas telefónicas y preparativos. Se cambió hasta ocho veces de ropa, nunca estaba satisfecha con el maquillaje. Un perfume dulzón envolvía el desorden cada vez mayor.
Poco antes de ir a la cama, Camelia preguntó:
-Mamá, ¿sabes por qué Nazario es tuerto?
-Anda, acuéstate, tengo que ir a trabajar.
-Yo creo que ha sido un pirata.
-¡No digas tonterías!
-Pero un pirata bueno.
-¡A la cama!
-¿No me das un beso de despedida?
-Ya me he pintado los labios. No quiero mancharos a ti o a Lola.
Lola era el peluche de Camelia. El nombre había sido una ocurrencia de Nazario, quien también se lo trajo de un viaje a España. La niña abrazó el muñeco con fuerza al escuchar el portazo que dio su madre al marcharse. Después se resignó a pasar otra noche sola, dejando volar la fantasía y contándole a Lola su versión de las nuevas historias.
A la mañana siguiente, Helga aún no había vuelto a casa. La niña desayunó y se preparó para ir al colegio. Estaba acostumbrada a los horarios y desplantes de su madre. Lo más importante era no enfadarla, así le daría permiso para ir al Báltico. Ya quedaba muy poco para las vacaciones.
Tuvieron que pasar un par de semanas hasta el siguiente encuentro con Nazario, una mañana soleada de julio, en la calle, a la salida de la panadería. El cielo parecía recién fregado por la pulcritud de su azul.
                -Buenos días, Nazario.
                -Buenos días, Helga. Y buenos días para ti también, Camelia.
                -Hola –contestó la pequeña con su encantadora sonrisa-. ¿Cuándo iremos a buscar ámbar?
                -Pues...
                -¡Qué cosas tienes, Camelia! Deja de molestar –interrumpió la madre.
                -Pero si me lo ha prometido... –insistió la niña.
                -No seas impertinente –atajó Helga autoritaria
Nazario miró conciliador a las dos con su ojo sano. La madre había enrojecido ligeramente y a la hija le amapolaban las mejillas de ansiedad.
-Bueno, el sábado no tengo nada que hacer...
-Mamá, ¿qué dices?
-No sé...
-Déjala, mujer. Para mí no es ninguna molestia.
-¡Mamiiiiiii!
-Está bien.
La niña agarró con fuerza la mano de su madre y miró a Nazario con simpatía.
-Tendremos que levantarnos muy pronto –dijo el hombre.
-No importa.
-Antes del amanecer...
-No soy perezosa.
-Os recogeré a las tres de la madrugada.
-Yo no sé si podré ir –dijo Helga.
Camelia observó cómo se entristecía  el semblante de Nazario, aunque lo disimulara con una amplia sonrisa.
La mañana del sábado estaba fresca. Del Báltico emergía una atmósfera de luces doradas que iluminaba las figuras agachadas sobre la arena. Había habido tormenta el día anterior.  
                -Oh, ¡cuánta gente hay! –dijo Camelia-. Ojalá lo logremos, ¿te imaginas? Mi madre estaría orgullosa…    
                -Tendremos suerte, ya lo verás –la consoló Nazario, quien acto seguido la tomó de la mano con determinación.
                Estuvieron buscando cuatro horas con los pies desnudos, levantando espumas y ternura sobre la tierra  removida. La niña se excitaba cada vez que alguien encontraba algún trocito de ámbar, aunque ellos seguían con las manos vacías.
                -Mira, esa mujer ha encontrado un buen trozo... ¡Qué bien!
                -El nuestro será más grande.
                -¿Tú crees?
El sol se iba elevando en el cielo, la atmósfera se caldeaba. En la orilla nadaba una pareja de cisnes. Camelia se dirigió hacia ellos para darles un poco de pan.
-Ten cuidado, no te acerques mucho. Los cisnes pican –advirtió Nazario.
-Ya lo sé, pero sólo cuando tienen a su polluelo.
-No te confíes.
                Los cisnes engullían con glotonería. Uno de ellos salió del agua. Pero Camelia,  en ese momento, no se dio cuenta. Había vislumbrado en la arena una forma que brillaba con el sol, la miraba como un ojo cristalino. Nazario también lo había visto.
                -¡Es enorme! –exclamó Camelia cuando recogió el ámbar del suelo-. ¡Corre, ven...!
                -¡Cuidado! –gritó Nazario.
                El cisne se había abalanzado sobre la niña para arrebatarle lo que creía un trozo de pan. Camelia gritó de rabia y de dolor. El picotazo arrambló con el ámbar, pero también con la carne tierna de la palma de la mano. La sangre mordió la arena.  Nazario tomó en brazos a la niña, quien con su temblor rompía el aire.
-Se lo comió, ¿verdad? –gimoteó.
Nazario asintió. Le colocó un pañuelo sobre la herida.
-Tenemos que irnos a curarte la mano, cariño.
-No quiero, tengo que conseguirlo…
-Volveremos otro día, te lo prometo.
Camelia se giró resignada para contemplar a los cisnes que se alejaban nadando de la playa. Les dedicó un adiós con la mano hirviente.
“Otra vez se reirá de mí mi madre”, pensó.

 Anabel Cornago
Hamburgo, febrero de 2006