Cantábrico


Fotografía de Josep Vilaplana.

Hay un rinconcito en la red donde me gusta mucho entrar: Fonsilleda. Es un refugio donde encuentro placidez mientras me traslado en sueños de palabras a los recuerdos que Ana, mi querida Fonsilleda, recrea en textos intensos y delicados.

Hace ya unos años que nos conocimos en una página literaria Fonsilleda y yo. Cómo no quererla, si despierta cariño y cercanía. Cómo no agradecerle a Ana todas y cada una de esas palabras de ánimo, sus mensajes constantes. Cómo no reconocer su talento al leer sus escritos.

El sonido de la hierba al crecer ha cumplido dos añitos; sí, un día de enero de 2009 empezó a hacerse un hueco en Internet. Mucho hemos compartido los que seguimos el blog en este tiempo. Aunque Erik es el gran protagonista, también se han asomado entre la hierba algunos de mis personajes literarios. Ahora escribo muy poco, por no decir nada. Pero me gustaría hacer crecer también esos relatos y culminar alguna vez mi proyecto de libro “Báltico”.

“Cantábrico” es el relato que comparto hoy. Es uno de los primeros, no concluye, podría ser un inicio o quedarse en un intento más. Pero la pequeña Lidia está deseando emprender su viaje que le acerque a sus orígenes. Abandonará San Petersburgo y llegará a Navarra, tras una escala decisiva en Hamburgo.
Con todo mi cariño va para ti, Ana, mi querida Fonsilleda.



CANTÁBRICO

La pequeña Lidia desconocía la existencia de un lugar llamado España cuando llegó el paquete con el atado de cartas. Fue ella quien soltó la cinta y desparramó por el suelo del apartamento el contenido de letras incomprensibles. Su tía Margarita acudió al rescate cuando ya estrujaba con sus manos gordezuelas los papeles. La niña protestó al quedarse sin su juguete. Después, corrió a coger su muñeca para contarle la historia imaginada en su balbuceo infantil. Se quedó dormida acurrucada en un rincón y soñó una lluvia de letras que armaron la palabra Navarra al chocar contra el suelo. Al despertar había olvidado el que sería su tesoro unos años más tarde.

La infancia de Lidia transcurrió tranquila en Leningrado al cuidado de una familia de miembros femeninos. Abuela y dos tías paliaban la ausencia de sus progenitores. La niña tenía suficientes mamás y así lo contaba orgullosa en el colegio. Un día, en la clase de humanidades, repasaron el mapa de Europa. Los escolares repetían al unísono tras la profesora los nombres de los diferentes países. De pronto se escuchó una voz disonante que provenía de un muchacho moreno, enjuto y tímido que se sentaba en la última fila. La profesora lo castigó porque él se empeñaba en repetir una extraña palabra.

A la salida de clase, Lidia esperó tiritando al muchacho durante más de una hora. Se acercó presurosa a él cuando lo divisó. Era curiosa por naturaleza y le preguntó a bocajarro qué había dicho.
-España –contestó él.
-Eso es Ispanja, ¿verdad?. Repítelo otra vez, por favor.
-España –replicó Iván sorprendido.
Aquel nombre pronunciado en otra lengua había removido algo en su interior. Le gustaba cómo sonaba, sobre todo esa eñe que tuvo que repetir muchas veces hasta que Iván, cansado, le dijo:
-Muy bien, Lidia. Ya lo dices muy bien.

Por el camino a casa cubierto de nieve helada no paró de repetirlo. Era presa de una agitación extrema. Quería sorprender a su familia con algo nuevo y, de paso, demostrar lo pronto que podía aprender. Nada más abrir la puerta, sin explicar por qué llegaba tan tarde de la escuela, se enfrentó a sus tías y abuela que, sentadas a la mesa, la esperaban para comer. Olía a salmón y a tortitas.

-El padre de un niño de mi clase ha nacido en un sitio muy raro. En... ESPAÑA –gritó para observar el efecto de sus palabras-. Está muy lejos del Báltico, en la esquina de Europa... Bueno, en ruso es........
-Ispanja –contestó Margarita, la mayor de las hermanas de su madre. En su rostro brillaban astutos dos ojos verdes.
-¿Y tú cómo lo sabes? Es un idioma muy raro... Aunque, bueno, algo se parece...
-“Bésame, bésame mucho...” –tarareó entonces la tía en español. Su voz sonaba sensual y evocadora.
-¿Qué es eso? –preguntó Lidia.
-Es el idioma de tu padre.

La abuela lanzó una mirada furiosa a Margarita, quien, ajena a la intranquilidad de su madre, dejó de cantar y añadió:
-Creo que ya va siendo hora de que Lidia sepa la verdad.
-¿Cómo dices? –exclamó Lidia sorprendida.
-Tu padre es español. Se llama Tasio.

De algún lugar de su memoria regresó a la cabeza de Lidia el recuerdo de aquel paquete abultado de cartas y preguntó inmediatamente por él.
-¿Dónde está?
-¿El qué? –dijo Olga, la abuela. Se arrebujó en el chal que cubría sus hombros, como si le hubiera dado un frío repentino.
-Pues el paquete...
-No sé de qué estás hablando –continuó Olga con voz cansada.
-Ya da igual, madre –cortó Margarita. Al momentó se levantó de la mesa. Lidia quiso seguirla, pero la tía replicó:
-Aguarda un momento aquí.

Momentos después regresaba con una caja de cartón. En el interior estaban las cartas y la fotografía de un hombre alto, de piel curtida y barba rubia. Lidia lo arrebató con manos temblorosas y corrió a refugiarse en la alcoba. Tenía once años y un mar de preguntas que podían esperar hasta el día siguiente. Su madre había fallecido en el momento del parto. Visitaba su tumba todos los fines de semana, pero su padre... Sí, su padre había sido hasta ahora un ruso muerto en accidente en Siberia.

Lidia colocó con cuidado la fotografía encima del secreter. No se atrevía a mirarla, así que concentró su atención en las doce cartas. Los sobres estaban escritos con letra aniñada. Advirtió que el remite era siempre el mismo: Tasio Mendía – Navarra (España). Ninguna otra dirección. No había sellos. Después, abrió una a una las misivas. Los textos eran cortos, no rebasaban la cara de una página. Pasó con cuidado los dedos por los papeles, acarició con ternura los caracteres latinos. Transcurrían los minutos y las horas, el ansia crecía. Sus ojos se cubrieron de agua removida. Afuera se encendió la noche. Tuvo que levantarse para dar la luz. De vuelta al secreter tomó la fotografía de su padre. Tenía la boca seca y sed, mucha sed de conocer. Miró a los ojos de aquel hombre que tantos rasgos comunes tenía con el suyo: los rizos enmarañados, el tono oscuro, los ojos inundados por un mar verdoso. “Tasio”, pronunció Lidia con un susurro. “Mi padre”, continuó deseando alumbrar su recuerdo. “Si me han mentido hasta ahora, quizás no estés muerto”, pensó.

Ante esa duda con horizontes, la niña tomó la determinación de que iba a aprender español. Iván, su compañero del colegio, podía ayudarla. Era el hijo de uno de los cientos de niños del País Vasco que habían enviado a Rusia al comienzo de la Guerra Civil. Con él se encontró al día siguiente, y en los días y meses sucesivos.

Lidia compró también un mapa de Europa. Recortó el perfil de la península ibérica y lo colgó con una chincheta en la pared de su habitación. Ya sabía dónde quedaba Navarra. Era un territorio mucho más pequeño que la punta su dedo índice. Pero todas las noches lo acariciaba antes de quedarse dormida.

Lidia sólo supo que su padre era marinero y que no llegó a conocerla. Nunca preguntó por qué se había ido, qué había sido de él. Pretendía descubrirlo en las cartas. Éstas habían sido escritas en un período de cuatro meses del mismo año del nacimiento de Lidia. Después, casi un año de silencio,una carta más y dos cuartillas sin fecha con apenas tres líneas en cada una. Quizás no era mucho para conocer a su padre, pero estaba también aquella dirección, la que constaba en el paquete: Nazario Seemann, Grünstraße 12, Hamburg (Deutschland). Ese Nazario debía haber sido un buen amigo de su padre, pensaba Lidia; por eso tendría que contactar con él en cuanto tuviera la oportunidad. Pero antes había algo que le acuciaba y deseaba saber:
-¿Hablaba mamá español?
-No, mi vida.
-¿Y Tasio ruso?
-Lo chapurreaba.

Lidia creyó descubrir con esas respuestas por qué su padre nunca había enviado las cartas. ¿Quién iba a entenderlas? Ella pensaba repararle la memoria perdida en la familia, sobre todo ante Olga.
-Ese hombre no vale la pena –era todo lo que decía la abuela

Pero Lidia pensaba que sí, cada vez más sumergida en las aguas revueltas de un romanticismo adolescente que la atrapaba. Le emergían las sangres submarinas, releía las cartas sin entender el significado de las frases. Su español avanzaba muy despacio. Soñaba mil excusas por las que su padre no había acudido a verla. Estaba segura de que había naufragado en su viaje de regreso, quizás le crecía la barba en alguna de las innumerables islas del Báltico, no quería pensar que habría muerto en algún lugar entre el Cantábrico y el Mar del Este.

Un día ya no pudo más y le pidió al padre de Iván que le tradujera las cartas. Habían pasado dos años. Cuando horas después regresó a su casa, lloró en brazos de su abuela la rabia de saber que su padre jamás había pensado en volver.

En las primeras cartas se adivinaba cierta esperanza. Se mezclaban las palabras de amor con ruegos: «...necesito algo más de tiempo, (Lidia). Perdóname, no quisiera hacerte daño. Te amo demasiado, por eso me marché...». En otras preguntaba: «“¿Ha nacido ya nuestro hijo? Debe de ser hermoso, si se parece a ti...». A Lidia le conmovió el interés de su padre cuando escuchó la traducción. Era tan joven que le perdonaba todo, el egoísmo o la cobardía, como admitió también Tasio en otra misiva: «Mi querida Lidia, ni yo mismo puedo reconocerme. Me odio por mi falta de valor, pero sobre todo por este alcoholismo que no puedo controlar...». La última cuartilla fue la más dura. Se vislumbraba el pulso tembloroso; el papel estaba arrugado y manchado. Tres frases. Tres puñaladas. «No voy a volver. No podrías soportarlo. Fue un error».

Ahora la joven Lidia conocía la existencia de otros lugares que habían marcado su vida fuera de las fronteras rusas. La historia de Tasio le había inyectado nuevas fuerzas. “No pienso quedarme en Leningrado para siempre”, pensó al quedarse dormida. Y soñó con tierras verdes, del Báltico rumbo al Oeste, hacia Hamburgo como primera escala en su camino al Cantábrico.