El reparto

Una pausa para una breve lectura. Me gusta mucho escribir, aunque últimamente no haya podido sacar tiempo para ello. La ilustración es de mi gran amiga Adriana Toledo.


Sólo me entregaron su mano. Dijeron que era lo único que había quedado de Martín tras la explosión allá en un lugar remoto de Campuchea. Por lo menos conservaba la alianza. Un solitario de oro blanco que habíamos compramos juntos en una joyería de la calle Goya un día antes de casarnos. Fue una boda por lo civil, sencilla y rápida. Así éramos los dos: él un tanto alocado y yo una indecisa.
─Alina, tú y yo nos casamos antes de que salga de viaje con mi ONG –me había soltado con la boca llena de pizza bien acomodado en el sofá de mi salón.
La encargó él, de champiñón y mozarella, sin preguntarme si me gustaba. Miré a Martín, alucinada por cómo engullía y organizaba mi vida al mismo tiempo. Sólo fui capaz de decir un tímido:
─Bueno, Martín, si te parece...
─Es lo mejor. Llevamos ya cinco meses de relación.
─Pero... –hice otro intento de hablar.
─¡Ah! –me interrumpió mientras echaba un vistazo a la decoración─, y no es que tu piso esté mal, pero, no te preocupes, ya buscaremos otra cosa en cuanto vuelva.
Recuerdo que por un momento pensé que quizás debíamos esperar un poco. Martín no tenía trabajo, iba a estrenar su primer destino como voluntario y, bueno, no hacía mucho que nos conocíamos; ni siquiera le había contado que era alérgica a los champiñones. Pero él atajó mis pensamientos con un “¿no te das cuenta de que estamos hechos el uno para el otro?”. Y me dejé llevar, como cuando se había presentado en mi piso con dos maletas y la firme decisión de quedarse.
¡Ay!, qué precipitado resultó todo. La vida en pareja, la boda y ahora una cajita metálica con los restos de Martín. Se me pusieron los pelos de punta al advertir cuánto lo extrañaba. Nunca antes me había enfrentado a la burocracia de una defunción. ¿Por qué no estaba ahí para echarme una mano? Yo no tenía ni idea de por dónde empezar. Cuando murió mi tía–abuela, la velamos en un Tanatorio. Pero, claro, estaba entera, bien acomodada en el ataúd, con la tapa abierta para que viéramos sus manos cruzadas sobre el pecho y su nariz puntiaguda. De todos los detalles se encargó mi madre. Pero no me sentía con fuerzas para llamarla y pedir su ayuda; más que nada porque ella no sabía ni de mi casamiento ni de Martín. ¡Uff! Mi madre podía ser peor con sus preguntas que un nutricionista siguiendo a un paciente en dieta.
Así que decidí contactar con mi amiga Claudia. Ella había sido mi testigo en la boda. Además, trabajando en la peluquería de mi barrio había adquirido buena maña para enmendar desaguisados.
–Alégrate, Alina –me dijo Claudia mientras me hacía las uñas; se había presentado en mi casa un par de horas después de llamarla, provista de un maletín y su sonrisa pícara–, creo que Martín no era tu tipo.
–Bueno, pero...
Titubeé sin saber muy bien qué decir. Además, ¿para qué? Claudia no me estaba escuchando. Había cogido un par de frascos y, tras dudar un momento, exlamó:
–Te las pinto de rojo, ¿no?
La miré perpleja, pero ella ni se inmutó al añadir:
–De rojo, no se diga más. Te quedarán genial con el vestido negro que lleves al entierro. Ya lo verás –y dio una pincelada enérgica.
–Sí, de eso quería hablarte. Del entierro. ¡Estoy hecha un lío! No sé qué hacer...
–¿Pero todavía no has llamado a una Funeraria?
–Pues no...
–¿Y qué has hecho entonces? –preguntó curiosa.
–Bueno, pues he metido la mano en la nevera, dentro de la caja, claro. Y después te he llamado a ti para contártelo y quedar y...
–Por Dios, chica, cómo eres. Menos mal que me tienes a mí. A ver, ¿dónde tienes las páginas amarillas?
Intenté incorporarme a toda prisa para buscarlas. Claudia me volvió a sentar de un empujón:
– Espera, espera, déjame terminar con el esmalte. ¿Para qué tantas prisas? Hay tiempo.
“Armonía y bienestar” organizó un funeral ajustado a mis necesidades. Eran capaces de resolverlo todo. ¿Que usted desconoce la religión del finado? No importa, el párroco del Santo Ángel se ofrecerá a oficiar un responso. ¿Tiene preferencia por algún periódico para publicar la esquela? Pues en todos, así acertamos. Me enseñaron un catálogo de féretros. Los había de nogal, de caoba; negros, blancos; grandes, pequeños. ¡Ah!, ¿que del muerto sólo ha quedado la mano?, pues se hace a medida. Entonces me rebelé; fue un pequeño pataleo. Martín me había confesado en cierta ocasión que deseaba ser enterrado, que el fuego le daba miedo. “¿Ah, sí?, ¿no me has dejado sola con este rollo de tu funeral? Pues voy a decidir yo”, pensé con aplomo. Por primera vez en mi vida tenía claro qué quería hacer.
–Creo que la mejor solución será que lo inciniremos –comenté. Me sorprendió el tono firme de mi voz.
–Como usted diga.
En la iglesia estuvimos Claudia, el secretario del juzgado que actuó como testigo de Martín en nuestra boda, dos encargados de la Funeraria, el cura y todos los parroquianos que acudieron ese día a la misa de siete. Estoy segura de que la mayoría de éstos, todos personas de avanzada edad, no advirtieron que se oficiaba un funeral a pesar de la corona de flores que ocultaba la cajita con la mano presente. Nadie más acudió al reclamo de la esquela. Por mi parte, no tenía a quién más avisar.
Me entregaron una urna raquítica con las cenizas. “¿Y ahora qué hago yo con esto?”, pensé mientras conducía a casa tras la incineración.. Claudia no había acudido al crematorio; tenía que ir a visitar a una clienta. Siempre me dejaba sola cuando más la necesitaba. Y a ver dónde colocaba yo la dichosa urna, ¿en la estantería del cuarto de estar?, ¿encima de la tele?, ¿en la mesita de noche? Mi madre era interiorista; a ella se le habrían ocurrido montones de sitios, un par de arreglillos aquí y allá, y la urna tan mona integrada en la decoración de mi hogar. ¡Qué horror!
En fin. No había soltado la “reliquia” desde que había entrado en el piso y empezaba a estar harta. Me tumbé en el sofá donde Martín había pedido mi mano; me sentí como Hamlet hablando a la calavera. ¿Qué hacer o no hacer? “Mierda, Martín, menudo marrón me has dejado”.
¿Y si al día siguiente me montara en el coche, me dirigiera hacia algún lugar pintoresco de la sierra de Madrid y esparciera las cenizas? Muy bonito, muy romántico y bastante ridículo. ¿Cuántos gramos de ceniza dejaría una mano incinerada? Demasiado ceremonial para tan poca cosa. ¿Y por qué no la ocultaba en el armario sin más? No tenía ninguna obligación de dejarla a la vista.¿Pero no iba a pecar de insensible?
–Si lo llego a saber, mando que te disequen y te abandono en un museo antropológico –le solté a la urna antes de meterla en el frigorífico e ir a acostarme.
Me desperté más animada porque había decidido largarme ese día de Madrid. Ya desayunaría en cualquier sitio –me aterraba la idea de abrir la nevera para sacar la leche y la mantequilla.
Paré en un pueblecito. Había un restaurante en la plaza Mayor que me resultó atractivo. Ojeé el “Diario de Cuenca” mientras me servían un café y tostadas. Mi atención se dirigió inconscientemente hacia la sección de necrológicas. Con gran sorpresa, leí:
Martín Castellanos Hurtado
22.05.1974 – 14.08.2006
El funeral se oficiará hoy a las 19:00 h. en la parroquia...

¡Mierda! Los muy capullos de “Armonía y bienestar” se habían tomado muy a pecho publicar la esquela en todos los periódicos, no sólo en los de Madrid. Y, encima, habían errado las fechas. Tendría que llamarlos para ponerlos a caldo.
–¿Cómo? –grité en voz alta.
Los clientes que ocupaban las mesas de al lado me miraron intrigados.
Sin querer había seguido leyendo la esquela: “su viuda, María del Pilar Martínez Soler, ruega una oración por su alma y...”. ¿Qué viuda era ésa? ¿o es que, casualidades de la vida, había dos Martines Castellanos Hurtados nacidos y muertos en la misma fecha?
No pude por menos que acercarme al funeral. Necesitaba saber. Había muy poca gente y dos coronas enormes de flores que cubrían una cajita minúscula donde supuse se hallaban los restos de Martín. ¿Otra mano?
–Sólo me devolvieron un pie, ¿sabe? –me comentó gimoteando María del Pilar, la viuda. Me había presentado a ella como una periodista que quería hacer un reportaje sobre los voluntarios de ONGs muertos en misión–. Fue un héroe, ¿sabe? Él mismo quiso comprobar que el terreno donde jugaban unos niños estaba limpio de minas. ¿Sabe? Era una de esa minas mecánicas que estallan cuando se levanta un pie. ¿Cómo pudo ser tan valiente? –seguía hipando–. Martín todavía estuvo encima durante casi una hora hasta que...
Rompió a llorar y me pidió que la perdonara, que no podía seguir hablando. Esperé un rato por si acaso me enteraba de algo más. Pero María del Pilar ya no soltó prenda.
Al día siguiente me levanté muy temprano. Quería rastrear en Internet en busca de más esquelas. ¿Seríamos alguna más? Ya estaba a punto de dejarlo cuando encontré la noticia en un diario de Ciudad Real. Allí tenía viuda y tres hijos.
Las exequias se celebraron en la iglesia de Santa María la Real. Un ataúd de tamaño normal presidía la ceremonia. Había mucha gente, muchas coronas. Todo muy pomposo.
Mezclada entre los asistentes pude escuchar:
–Pobrecita Merche, está destrozada. Le han devuelto a su querido Martín incompleto.
–No me digas...
–Sí, sí. Por lo visto le faltan una mano y un pie.
Respiré tanquila. El muerto no podía repartirse más.

Por Anabel Cornago
Hamburgo, septiembre 2006

Este cuento se publicó en:
Escribir y Publicar. Número 48. Diciembre, 2006