Un tomate frente al autismo

Un tomate se convierte en el protagonista de un momento inolvidable. Un artista magnifica la sencillez. Y un niño descubre la belleza efímera de las cosas.
Imágenes que reflejan la ternura. Un toque de calidez para este invierno.


Fotografía de Josep Vilaplana
Lo sencillo hace visible la intemporalidad de nuestras emociones

Redondo, rojo y jugoso.
Pleno en su forma geométrica sin bordes.
Maduro.
Con una corona de rey,
verde y sublime,
que se une a la mata fuerte de su familia.

Erik y yo lo hemos ido observando desde que apenas fuera enredo entre las hojas, flor abierta y bolita con pretensión de tomate.

Nunca dudamos de su voluntad de recién nacido.

Un tomate es el plenilunio de agosto en nuestro jardín de Hamburg. Único. Superviente a la lluvia o las babosas. Huérfano de hermanos.

-¿No hay más? -me pregunta Erik, que ha regado durante un mes la tomatera con esa precisión inexperta que arrancaba alegrías a los tréboles, dientes de león y margaritas que la circundan.

-Es tu tomate, Erik -le contesto.
-Está muy rojo. Se come ya.

Sus manitas gordezuelas se acercan con cariño al tomate. Lo toman y lo tuercen hacia la izquierda con una delicadeza que da gusto ver hasta arrancarlo. En cuestión de un segundo Erik lo tiene en la boca, se escurre parte del jugo; y él se lo limpia con movimiento seguro con el mangote de la camiseta. Mastica el tomate con un placer tan antropológico como la esencia del mundo.

Un niño de cuatro años se ha comido un tomate que ha arrancado de una mata. Se podría resumir así, como un fenómeno temporal que empieza con la compra de la mata del tomate y termina con su digestión…
…sin embargo hay mucho más.

En ese acto se concentra la esencia de la belleza, lo aleatorio de su perfección:
Un niño, un fruto, un instante.
Una tarde de agosto en un jardín.
Una mamá con ojos brillantes.
Un triunfo a la inflexibilidad del autismo.

Porque lo bello es lo que se coge en el momento en el que ocurre.
Es la configuración efímera de las cosas.