Cuando me caí por la ventana a los cinco años, no me rompí. Sólo me hice algunos rasguños y un corte en la oreja. ¡Ah!, y ese día empecé también a hablar.
Las flores recién plantadas en el parterre comunal del bloque donde vivía amortiguaron el golpe. Prímulas, rododendros y azaleas tejieron una malla de hojas tiernas para recogerme. Sí, eran mis amigas, yo les susurraba siempre que las entendía mejor que a los humanos, porque las plantas no tenían ojos, permanecían siempre en el mismo sitio, quietas, y jamás se quejaban cuando les estiraba las hojas. Ah, tampoco soltaban esos ruidos molestos sin significado para mí, ni tenía que tratar de adivinar si querían decirme algo.
Con las personas tenía que taparme los oídos con mucha frecuencia. Bueno, había una excepción: “Mah-mah”. Ella destacaba entre todas las sombras brillantes que me rodeaban. Juntos señalábamos las tuberías, los aviones o las torres de las iglesias. Qué raro que la niebla cubriera con frecuencia su rostro, que me fuera tan difícil mirarla. “Mah-mah” tampoco hablaba: me cantaba. Por ejemplo, el Klon-Klon de las campanas, el FUUUUUUUU de una ventilación o los murmullos de las flores.
Tener a “Mah-mah” era una suerte en mi mundo de puertas y de cajones cerrados. Ella me enseñó a mirar al exterior. Todos los días, después del desayuno crujiente, contemplábamos el jardín por la ventana. Las plantas me recordaban las piezas de mi puzzle favorito. Lo primero que hacía era contarlas. Treinta y tres. Todo estaba en orden.
Hasta que una mañana no pude pasar del catorce, no había más. Me entró un ataque de pánico. ¿Qué pasaba? ¿Dónde estaban las plantas que faltaban, por qué se habían ido del jardín? Sentí angustia, frustración al no entenderlo. Me sentía tan impotente que me tiré con la cabeza hacia el suelo. Las baldosas estaban frías. Continué balanceando la cabeza, agitaba piernas y brazos, golpeaba el aire. Vi las piernas de “Mah-mah”. Me lancé hacia ellas para propinar un buen mordisco, deseé que “Mah-mah” se agachara, asir su pelo con fuerza y tirar de él para recolocar mi mundo en su sitio. Entonces “Mah-mah” me cantó que las plantas volverían. Lo prometió mientras me sujetaba y me apretaba fuerte, muy fuerte sin parar de balancearme. Ella sí que sabía espantar mi miedo. Poco después el cuarto se llenaba de pompas de jabón, “plof” hacían al romperse, y yo masticaba un trozo de pepino tras otro.
Días más tarde ocurrió el accidente. Me había despertado en la cama con “Mah-mah”, como siempre. Después fuimos juntos al cuarto de baño. Nos cepillamos los dientes, nos embadurnamos de cremas y me puso los calcetines rojos empezando por el pie derecho. Después, a la mesa para el desayuno.
−Muy bien, Nils, has puesto la cuchara junto al cuenco de cerales.
¡Qué ricos, los cerales! Bien crujientes, con trozos de mango, pepino y fresas.
Cuando terminé, me fui a contar las plantas –volvían a estar las 33, no sé cómo, pero “Mah-mah” lo había conseguido-. La ventana estaba abierta y me aupé con tesón para intentar cerrarla. No llegaba, ¿dónde estaba “Mah-mah”?, así que me subí a una silla. Fue una sensación maravillosa observar el exterior mientras el viento me despeinaba. Entonces escuché el avión. Nunca pasaban a esa hora. Alcé la mirada para seguir su vuelo y perdí el equilibrio. Fue rápido. Tres, dos, uno... ¡Frasch!
Aterricé sobre un mundo verde, blanco y rosa. Un mar vegetal me observaba y yo miraba con gusto cada hoja, cada pétalo o el lomo moteado de una mariquita que dormía. No me molestó el desorden que mi cuerpo había ocasionado en el follaje. Se me había soltado el cordón de una de mis zapatillas. Me dio igual. El olor tierno de naturaleza rota despabiló alguna zona oscura en mi cabeza. Una parte de mi memoria parecía haberse despertado al mundo. Notaba una ligereza extraña, como una cosquillas punzantes, y probé a repetir lo que cantaba “Mah-mah”. Nunca antes había podido hacerlo, pero en ese momento hablé:
−¡Flor-eh!
Un gorrión se posó en una rama. Me salió de dentro gritar “pioh-pioh”. El pájaro se asustó. De pronto me entraron ganas de irme de allí al experimentar con más fuerza que nunca la ausencia de “Mah-mah”. Deseaba tenerla a mi lado.
−¡Nils, Nils!, ¿estás bien, hijo? ¡Nils, ya estoy aquí!
Escuché su cántico cada vez más próximo. ¡Qué bonito sonaba mi nombre cuando “Mah-mah” lo pronunciaba! Por fin me daba cuenta. Volví la cabeza hacia ella. Corría con la melena suelta y la falda azotada por el viento. Busqué sus ojos con los míos. Alcé las manos para que me cogiera.
−¡Mah-mah! –exclamé.
Ella se arañaba entre las matas para conseguir llegar hasta mí.
−¡Mah-mah! –insistí.
Mi madre lloraba y reía al mismo tiempo. No paraba de repetir mi nombre y yo sólo quería que me abrazara muy fuerte. Me tomó en sus brazos. El impulso fue tan grande que los dos caímos al suelo. Rodamos hechos un nudo sobre la hierba hasta que nos quedamos tumbados bocarriba.
−Mah-mah ¿oyes-eh? –le dije.
−Hijo, Nils, estás hablando, puedes hablar... –contestó ella.
−¿Oyes-eh?−Claro que sí, mi amor, yo también lo estoy escuchando.
El rumor era perceptible incluso en medio de los gritos de las personas que se habían acercado y de la sirena de la ambulancia que se abría paso entre el tráfico. Mientras me tomaba de la mano, “Mah-mah” dijo con la alegría de las campanas:
−Nils, lo que oímos es la hierba, cariño. Nos habla, ¿Te das cuenta? La hierba habla –me miró con los ojos alborotados y añadió-: ¡Tú estás hablando también!
Lo que salía de los labios de “Mah-mah” era voz, eran besos. Correspondí con un beso por primera vez. Qué piel tan suave. Uno la podía acariciar sin tener que pellizcarla. A partir de la caída pude hablar, aunque seguía sin entender gestos o muchas palabras. ¿Qué significaba autista, por ejemplo? “Mah-mah” nunca me llamaba así. ¿Qué había de raro en comprender el lenguaje vibrante de un giro o en interpretar la música de la luz al encenderse?
−No te preocupes, cariño. Todo está bien. Son los otros, ¿sabes, Nils?, los que van muy rápido para poder comprender el mundo –me cantaba “Mah-mah”.
Entonces la miraba un buen rato. La niebla que tiempo atrás cubrió sus ojos se había evaporado. Y nos tumbábamos sobre la hierba, bien juntos, para escuchar el sonido alargado que hace al crecer.
NOTAS:
Este cuento lo escribí en junio de 2006. Por entonces estábamos a la espera del diagnóstico que confirmara el autismo de Erik. Mi hijo no hablaba. Todavía tuve que aguardar año y medio, hasta diciembre de 2007, para escucharle decir "mamá". Hoy en día, uno de los aspectos en los que más ha evolucionado Erik es el lenguaje, con lenguaje comunicativo en alemán y en español. Seguimos trabajando con gran ilusión.
REFERENCIAS:
La primera versión se publicó en la revista "C30. Cuentos para la espera".
http://www.treintacuentos.com/30mejores.php
La versión definitiva está publicada en el especial "Estamos con el autismo" de la revista
http://www.ensentidofigurado.com/, en mayo de 2008.
http://www.lourdesaso.com/EnSentidoFigurado__Especial-Autismo/pdfs/ESP15-anabel_cornago.pdf
Y también está recogido en el blog de Grupo Búho:
http://www.grupobuho.es/blogs/Akira/el-sonido-de-la-hierba-al-crecer
Agradezco a mi querida Trasdeza la mención de este cuento, acompañada de una magnífica fotografía de su hija, en su blog "Fonsilleda" (ver "Sonido imposible"):
http://fondevila.blogspot.com/