Hay un vínculo que une a los objetos con su sombra, de la misma forma que el gesto nos define a las personas.
La insignificancia –sí, lo simple- nos rodea. Y eso nos hace sentir seguros.
No hay mayor vértigo que un enorme cielo sobre nuestras cabezas sin un hilacho de nube que concentre la mirada.
Qué tranquilidad produce ver el fondo de un agujero. Al mar lo engrandece la espuma de cada ola. ¿Qué sería del precipicio sin el eco?
Un árbol del bosque, la hoja marchita de ese árbol, los nervios parduscos de la hoja, la oruga que se pasea por el nervio, la patita quebrada de la oruga…
De la ciudad y su bullicio impreciso: esas piernas detenidas ante un escaparate, aquel logotipo con “M” en el chasis de un coche, un“dack-dack” de un mirlo, el amarillo de la quinta flor de nuestra vecina más próxima o el cilindro alargado de una tubería que se curva hacia arriba.
Las cosas pequeñas, sin pretensiones, tienen la virtud de introducir en nuestras vidas la serenidad que falta (o destrozarla).
Abrir una puerta –un regalo, un pendiente, una cremallera- transforma un lugar. El acto de encender o de apagar la luz tiene consecuencias infinitas. Cualquier túnel tiene entrada y salida.
Y aquí llegamos al gesto. Es la forma básica en la que podemos manifestarnos, un movimiento mínimo que nos expresa.
Un gesto tan simple como mover la boca, alzar las cejas o agitar las manos es suficiente para contribuir a la armonía o desencadenar la catástrofe.
Qué magnífico sería ser siempre dignos con nuestra insignificancia.
Recomendaciones literarias para el fin de semana:
- El número de febrero de En sentido figurado.
- Los nuevos artículos de La Biblioteca imaginaria.