Cinco materias para la memoria

Fotografía de Karlos Wayne.

1.

Noté su presencia a mi espalda mientras cortaba las verduras en juliana. La respiración ajena tan cercana a mi nuca, pero sobre todo ese olor a oriente, especiado y dulzón, me arrastraron en imaginaciones, con la lengua apretada y un roce doloroso del sujetador, hasta lo incierto y turbio del placer. Me asustaba volverme, quizás descubriría que no era él, Faissal, quien me estaba humedeciendo, o sí, y entonces me escurriría, vencida, frotando su cuerpo en el descenso, avariciosa de su bragueta, en un ímpetu anhelado y no demasiado decoroso para una mujer casada como yo. Hasta olvidaría a mi marido, que en ese momento estaba en el salón repartiendo canapés y copas entre los otros invitados.
Pero continué de espaldas, jadeando en silencio, el dedo índice aprisionado entre mis labios -me había cortado-, y lamía la sangre, que fluía viscosa y libre de convencionalismos.


2.

Detrás de la puerta del cuarto de baño había alguien. Su presencia me llegaba en pura sombra que se arrastraba por debajo de la puerta y me subía por los tobillos, rozaba la pantorrilla, acariciaba mis muslos, sorteaba las bragas y se me metía justo por ahí, penetrándome hacia arriba hasta llegar a la garganta. Apagué la guturalidad del orgasmo con el sonido de la cadena, mientras gritaba en la torpeza de la entrega: “Faissal, ven a mí, Faissal”.
Antes de salir, tuve que cubrir la herida del dedo con papel higiénico. Había vuelto a abrirse.


3.

Una venda de seda me tapaba los ojos. Ahora me tocaba a mí formar parte de uno de los juegos que organizábamos con nuestros invitados. Me empujó una mano de uñas afiladas hacia una habitación de olores densos. Sentí que me arrastraba hacia un gran centro como una piedra lanzada al vacío. Pero unos dedos largos y unos labios duros me elevaron de la amenaza de la oscuridad. Me dolía el pezón tras el pellizco, me escocía la brevedad de los puntazos en el clítoris. Aunque la humedad de mi sexo desbordaba, pude contestar con una dejadez serena a la pregunta que me hicieron desde afuera del cuarto:
–¿Ya sabes quién es el que está dentro, Malena?
–Claro, es Faissal.


4.

Escuché la risa en el pabellón acristalado del jardín. Faissal y un hombre bailaban con las copas en la mano. Me salpicaron con líquido y espumas cuando entré. Cómo me tocaron mientras me quitaban la ropa, cuánto manoseo, enredos y posturas, de qué manera quedaron atrás vestidos, ansias, mordiscos y caricias cuando atravesé, ya sin soñar, el camino de vuelta a la casa, derecha a mi habitación.

5.

En la cama, más que el sexo escocido por la orgía reciente, me quemaban los remordimientos. Aún no me había sosegado cuando mi marido, al llegar, me preguntó: :
–¿Te has divertido, cariño?
–Sí, creo que sí, aunque estoy muy cansada...
Tras hacer el amor, me sentí menos culpable.
A la mañana siguiente, al despertar, encontré unas fotos encima de mi almohada. Mi marido y Faissal, juntos, entregados. Debieron de ser varios los días. Camas, colchas, paisajes eran distintos.
La voz de mi marido, recién salido de la ducha, me devolvió a la realidad:
–Te lo debíamos, Malena.